La chica pronuncia su nombre español “A-vril” haciendo una pausa entre una a muy abierta y una uve muy vibrante. Es una joven asiática de melena oscura, vaqueros cortos rasgados y unas Converse. Habla con timidez. Se pasa días enteros delante de un establecimiento de manicura que pone en la puerta “Uñas”, en la calle de Leganitos, una vía muy céntrica de Madrid, paralela a la Gran Vía. Si caminan mujeres por la acera, no les dice nada; si pasan hombres, les pregunta: “¿Masaje?”. El precio es 20 euros por media hora; 20 más por el final feliz.
Puertas adentro, clientas desprevenidas se llevan sorpresas desagradables. Una mañana reciente, una vecina de 52 años, Almudena M., que se mudó a finales del año pasado a una calle cercana a Leganitos, se hacía las uñas por primera vez en uno de los salones de manicura, cuando notó un trajín de hombres mayores que pasaban por delante de ella y de la chica asiática que la atendía, Nieves. El último en llegar fue una persona de unos 70 años que tuvo que hacer cola porque las cabinas de masaje estaban ocupadas. Saludó a Nieves con la confianza de un cliente habitual. La dependienta se dirigió risueña a la nueva clienta ―”Este es mi amigo”― y siguió arreglándole las manos. El abuelo se sentó a esperar su turno durante unos 10 minutos en una butaca de pedicura donde otra chica le puso los pies en remojo. | @elpais